Aunque no lo
crean, antes de los smartphones y de la existencia de Internet ¡había
vida! A lo mejor con algunas incomodidades más que ahora, pero existían
las relaciones personales, los mensajes y existía sin dudas el BDSM.
Vivo en una
ciudad de Argentina, no la más grande y tal vez en ciertos aspectos muy
conservadora. Tengo 50 años al día de hoy, por lo que mi adolescencia
transcurrió íntegra bajo una dictadura militar de ultraderecha, con amplio
apoyo de la Iglesia Católica que vigilaba no sólo el pensamiento sino
también guardaba la moral de los ciudadanos sin distinción de credo.
Pero así como
la física nos enseña que a toda acción corresponde una reacción de igual
magnitud en sentido contrario, a la asfixiante censura de la época la
contrarrestábamos con el intercambio de revistas eróticas entre amigos, o
en mi caso robadas a un hermano mayor con una colección importante. En una
de ellas, alemana, vi por primera vez fotografías del film “La Historia de
O”, que rápidamente se convirtieron en mi material gráfico masturbatorio
predilecto.
Ver en un cine
esa película era sólo una expresión de deseos. Imaginen que las tijeras de
turno habían censurado el desnudo frontal de un cadáver femenino en “El
Resplandor” de Kubrick. Un manchón verde cubría el lugar donde se
apreciaba el sexo. No me imagino nada menos erótico que ese desnudo, pero
para los “calificadores” no había medias tintas.
Quedaba un
cine en Rosario, el “Capitol”, sólo para mayores de 18 años (la gracia era
entrar igual haciendo trampa) donde en un doble programa se podían ver
películas inocentemente eróticas con títulos como “Las esclavas sexuales
de los nazis” (el título original probablemente no tenía nada que ver)
donde a lo sumo se podían llegar a ver dos o cuatro tetas en toda la
proyección. Y un culo, con suerte. Actualmente la sala es un templo
evangelista, lo cual es todo un signo de los tiempos.
En una de esos
programas proyectaron la francesa “Verano Caliente”, con una hermosísima
Isabelle Adjani, donde se veía algo de D/s (una genial situación de
dominación pública que con los años llevé a la realidad) y poco más.
Con la llegada
de la democracia llegaron para mi la mayoría de edad y el VHS, dos cosas
fundamentales para adentrarme de lleno en el tema del BDSM que me
desvelaba hasta ese momento. Con el fin de la censura empezaron a llegar
publicaciones españolas especializadas en el tema con relatos, fotos,
historietas, glosarios; y ediciones norteamericanas con videocassettes
(del sello HOM, algo vintage inclusive en ese momento) que sólo se
conseguían en dos kioscos de revistas en toda la ciudad. A uno, el de la
terminal de ómnibus, iba pasadas las 12 de la noche, cuando no quedaba
gente por la calle, para entrar con confianza y elegir tranquilo.
Después estaba
el asunto de convencer a mis eventuales novias de llevar a la práctica lo
que había aprendido. No tuve éxito con todas, es cierto, pero algún sexto
sentido funcionaba para encontrar aquellas que me confesaban que sentían
deseos de ser tratadas con rudeza, que les tirara del pelo o cosas así. Yo
entonces proponía atarlas y…bueh. Ya lo dije, tuve suficiente suerte.
Sex shops no
había. Los elementos para jugar los tuve mucho más tarde y mis primeros
chiches fueron caseros. Un collar de perro grande comprado en una
veterx1inaria, otros más chicos para atar las muñecas, un cinto, etc.
Finalmente
para el año 86 u 87 se estrenó sólo en Buenos Aires “La Historia de O”.
Viajé especialmente para verla y hasta pude agenciarme una copia en video
en un local de Retiro.
Por aquí no
existían los Clubes BDSM. La llegada de Internet (adivinen qué fue la
primera cosa que busqué cuando tuve conexión) posibilitó que accediéramos
a más material, los canales de chat del IRC se multiplicaron y encontré
rápidamente uno de BDSM Argentina. Meses más tarde llegó el MSN Messenger,
con el cual abrí mi primera cuenta con una identidad para conocer gente
afín (“Amo Rosarino”, no fui muy original) y consolidé mi primer relación
totalmente D/s con una amiga que descubrí en una faceta sumisa. Esa
relación duró varios años, ya avanzábamos en prácticas más “hard” como
pinzas, azotes, humillación pública y algunas cosas más; y mientras
transcurría encontré el modo de comunicarme con gente de la ciudad
interesada en el tema como yo.
Después de
mucha charla alguien propuso juntarnos en un bar. Fue en un lugar
céntrico, pocos se conocían entre si y yo no había cruzado a ninguno, así
que fui sólo y venciendo temores me presenté en la mesa que parecía tener
a los anfitriones sentados. Y así comenzó (para mí) la comunidad BDSM
rosarina."
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