miércoles, 16 de abril de 2014

Ir a comprar cigarrillos...

Capítulo XI
Sería mentira afirmar que nadie los vio salir, en el sentido de observar su salida. La mayoría de las miradas siguieron los pasos de esa rubia de líneas estilizadas y un vestido negro que parecía pintado sobre su piel; y él, un hombre alto y de facciones agradables pero recias, caminando apenas detrás de la joven, como protegiendo sus espaldas de esas mismas miradas.
Pisaban la grava en la rotonda frente a la escalinata de mármol cuando Linares la habló:
-          ¿En serio que no te acordabas de mí? –disparó.
Marcela sintió una especie de estremecimiento, como si una aguja fina e invisible se hubiese introducido en su bajo vientre hasta sacudir su útero.
-          Sí… digo, sí que me acordaba… Lo que no podía entender era qué hacías justamente ahí… No sé… -dijo, sin  aminorar el paso.
-          No pude volver a visitarte pero no tenés una idea de cómo quería hacerlo… -avanzó Linares.
-          Si no fuiste es porque no quisiste –respondió Marcela y se asombró de sí misma por el tono que utilizó para ello: desde la reconvención amable hasta los celos de las cocottes transitorias y juguetonas.
-          ¡Cómo no iba a querer! –exclamó en voz baja y ronca y alcanzándola, la tomó del brazo- Sos la pendeja más puta que conocí en mi vida… sensacional… -.
Ella se soltó de un tirón.
-          No hagás papelones aquí –se exaspero.
Ya llegaron al coche. Linares abrió la puerta de ella, rodeó el coche por el frente y ella se inclinó para abrirle la puerta. En silencio, arrancó el motor y casi a paso de hombre, giraron alrededor de la rotonda y enfilaron a la segunda salida de la mansión.
El laberinto de calles de esa zona de San Isidro hizo que la velocidad a la que debían rodar, no coincidiera con los deseos de Linares, pero al fin siguieron por Blanco Encalada, encontraron Uruguay, giró a la izquierda y enfiló, decididamente, hacia el cruce con la ruta 202.
-          Me parece que te equivocaste… La estación de trenes queda exactamente para el otro lado –acotó Marcela, haciéndose la incauta.
-          ¿Vamos a comprar cigarrillos, verdad? –respondió él. Ella asintió- Entonces vamos a comprar cigarrillos…
-          No veo muchos quioscos en la ruta, salvo las parrillas –se rió ella.
-          A donde te llevo, podés pedir lo que quieras para fumar… -espetó Linares.
-          O sea… que me estás secuestrando… -
-          No, vos querés también… - afirmó casi como si estuviera dando la clave secreta de la caja fuerte del juzgado.
-          ¿Eso te pareció? –se rió tratando de hacerlo menos personal.
-          Dame tu mano –pidió, casi ordenó él extendiendo la derecha suya para alcanzar la delicada izquierda de ella.
-          ¿Para qué querés mi mano…?-preguntó Marcela en la macchietta de la inocencia no-personificada.
Él no le contestó con palabras. Llevó la mano de ella a su entrepierna, donde ya se notaba un bulto muy inflado, con una dureza que pretendía rasgar la fina tela del pantalón negro.
-          Aquí llevo tu mano, nena… -dijo, echándole una mirada y viendo que ella entornaba los ojos al palpar aquella virilidad muy dispuesta- ¿Querías o no querías…? –dejó la pregunta flotando en el aire que se desplazaba a casi 100 km/h con la cabina que lo contenía.
-          Msi… quiero –respondió sin remilgos Marcela, haciendo más notables e incidentes las caricias que su mano brindaba a la entrepierna del secretario.
-          Saludalo como sabés… -instó el.
Ella, como si de la que estaba segura y firme en la casa del juez, se hubiera transformado en una dulce y sumisa paloma, no hizo otra cosa que destrabar el cinturón de seguridad, inclinarse sobre el regazo de él, hurgar con sus manos, bajarle la cremallera y contener en toda su importante extensión aquella virilidad que parecía querer saltar y clavarse en su garganta.
-          No vamos a tener tiempo la puta madre – exclamó él, mientras ella seguía muy aplicada a la faena.
El coche dio un giro de 180 grados a velocidad y Marcela hubo de afirmarse contra la puerta de su lado para no caer debajo de la tronera. Al desplazarse, el pene enrojecido del secretario quedó temblando cerca del aro del volante…
-          ¿Adonde vamos ahora? –preguntó Marcela, secándose la comisura de sus labios con el dorso de su mano.
-          Aquí nomás… Para partirte de nuevo es ideal… -anticipó Linares sin devolver su miembro al lugar de su encierro inicial.
De pronto, él hizo girar el coche de modo tal que a la fuerza centrífuga de la curva se sumó la sensación de vacío por la empinada pendiente de mejorado por el que rodaban hacia el nivel bajo de la ruta. Dos, tres, cuatro o cinco giros más, como si se tratara de desorientar al pasajero novato y como de la nada surgió una especie de tunel formado por las ramas entrelazadas entre sí de los árboles que marcaban el borde de un camino interior, de tierra.
Allí ingresó el coche con sus ansiosos pasajeros y unos metros más allá de la entrada, Linares giró una vez más y el vehículo quedó como imbricado entre ligustros altos.
Si no fuera porque estaba Linares, Marcela se hubiese muerto de miedo allí. El lugar era no ya solitario, sino la soledad diseñada por árboles, cercas y pastos altos, salvajes. Ni un sonido en el ambiente, ni pájaros ni cigarras, ni algún ladrido lejano. Nada.

-          Sacate el vestido que no se te arrugue ni manche que volvemos enseguida…-ordenó Linares, ya absoluto amo de esa situación, mientras él mismo se quitaba el saco a los tirones y aflojaba el cinturón de su pantalón.
Marcela, con la exquisita lencería que habían comprado aquella misma mañana, parecía una princesa secuestrada por un bandolero, exhibiendo sus delgadas y largas piernas enfundadas en medias de finísimo Dyn color humo, encajes y microtules en la escasísima tanga que apenas cubría los labios formidables de su vulva, y la piel suave de sus tetas, sutilmente sostenidas por el corpiño imperio que las exponía como en oferta permanente. A pesar de la pretendida indiferencia y el gesto de estar allí como por obligación o velada extorsión, sus pezones no mentían: estaban tan duros que podrían haber marcado el vidrio de cualquiera de las ventanillas.
Linares, manteniendo su camisa y desnudo de la cintura para abajo, blandía su importante erección como si fuera la batuta del director de orquesta.
-          Vamos nena… chupala –ordenó, con una pierna flexionada sobre el asiento de su butaca y la otra extendida hacia la parte de atrás.
Bastó que acercara ella su boca al ya oloroso miembro para que una de las manos de Linares la empujara rudamente de la nuca, clavándole, sin remedio, semejante aparato de carne dura.
Ahogada, tosiendo sin sonido por la sordina que producía semejante tapón, Marcela cumplió con el pedido ordenado. Pronto se olvidó de que estaba a bordo de un coche y actuó con la maestría que la hacían famosa, aún desde pequeñita cuando por primera vez comenzó a saborear el novedoso gusto de los penes y sus restos portantes, haciendo con ello felices a muchos, muchísimos hombres.
-          ¡Vamos, vamos, vamos! –gruñó Linares al tiempo que una de sus manos descargaba cortas pero firmes bofetadas en la mejilla de Marcela.
El sonido húmedo y burbujeante, como el de un sorbete, del sexo bucal rebotaba en los cristales de las ventanillas y se unía a la agitada respiración del hombre que parecía, de a ratos gemir, de a ratos gruñir. Ambas manos descendieron hasta las agujas de carne de ella para apretarlas con inclemencia, crueldad sería para otra mujer. Pero para Marcela, aquel dolor doble era el impulso sucesivo de las oleadas de calentura que borboteaban en su vientre, estrujando rítmicamente  su útero.
-          ¡ Basta, que me vas a hacer acabar!! –gritó Linares, apartándola con no poca rudeza.- Vamos atrás… -ordenó al tiempo que él mismo pasaba por entre las butacas.
La ayudo a sortear el obstáculo y sin demasiados miramientos, la ordenó arrodillarse en el asiento trasero.
-          Mirá por la luneta –le indicó, empujándola apurando la ubicación.
-          Ponete forro –atinó a decir ella y fue como si hubiese destapado una olla a presión repleta de azufre.
-          ¿ Qué decís, puta de mierda ? -gritó Linares, descargando su puño en la panza de ella mientras la sostenía aferrada de un mechón de pelo. Marcela emblanqueció como si la hubieran sumergido en nitrógeno líquido y su rostro pasó de la blancura al morado por la falta de aire.
-          ¿ Qué fue lo que me dijiste, reventada hija de puta? –y por segunda vez, el puño hiriente se hundió en las carnes de la panza de Marcela que, a esa altura, sintió que se desmayaba.
No le fue posible: sosteniéndola todavía de ese mechón de pelo rubio, lacio y suave, Linares le abofeteó la cara con tal rapidez que por momentos los dedos extendidos de la mano castigadora parecían las alas de un colibrí.
-          ¡Arrodillate en el asiento, la puta que te parió! ¡Y mirá por la luneta, puta! –gritó en un estado que, aún dentro de su mareo y obnubilación, a Marcela le sonó como la expansión audible de un loco.
Ya en la posición ordenada, Marcela sintió los tirones lacerantes del cinturón de su tanga, bajada a los manotones por Linares quien, apoyado entre las dos butacas, sostenía su henchido miembro apuntando la blanca curvatura de aquellas nalgas cotizadas.
De inmediato, casi, la fuerza de un émbolo automático, le arrancó el grito de dolor que sucedió a la penetración anal que, sin ningún tipo de prevención y lubricidad, acometió Linares.
A los embates de su pelvis, sumó él las palmadas fortísimas que descargaba, rítmicamente, sobre aquel culo firme y deseable. Por momentos, la sacaba por completo de aquel caliente estuche y la introducía con idéntica vehemencia y desprecio, en la vagina latiente de ella.
Con lágrimas que tapaban su visión y rodaban como catarata por sus mejillas, Marcela, muy a pesar suyo, sentía la excitación de ser utilizada por una bestia, sí, pero un amo como también lo había sido el muerto que velaban en la mansión, calles atrás.
-          Gozá puta de mierda… que te voy a llenar hasta que te salga leche por los poros –susurraba Linares, al tiempo que agarrándola firmemente del pelo, empujaba la cabeza de la bella contra el suave respaldo del asiento. – Gozá turra… esto es lo que te gusta… lo sé bien… -agregó y lo hizo durante todo el tiempo que demoró en llegar, él mismo, a la explosión de sus gónadas.
Cuando esto último sucedió, hacía rato que Marcela chorreaba su propio flujo de calentura y éxtasis. Los golpes de leche que su vagina percibió fueron más de 7 y así, también, el volumen de esa descarga caliente que la llevó a una segunda conmoción de su vientre, zaherido por la paradoja de la humillación, el dolor y el placer girando en su mente y atenazando su cuerpo.
-          ¡Limpiala! –escuchó la orden de Linares.
Marcela gozaba a solas de ese estadio único del goce que deviene modorra súbita y controlada.
Experta, su lengua y su boca tragaron todo lo que no debía estar en la superficie y pliegues de aquel miembro viril que todavía latía, enrojecido, brillando por los restos de semen y flujo que lo cubrían.
-          En la guantera tenés toallitas húmedas… limpiate… -dijo luego Linares, aunque en un tono calmo y amable que hacía sospechar del padecimiento de una esquizofrenia gravis por parte del secretario- En el fondo también tenés papel higiénico… ¡Te di una tonelada de leche! –se rió, como recordando al que momentos antes destruía sin medir consecuencias.
No era tan exagerado. Había sido abundantísima aquella descarga urgida por la situación, el tiempo, la furtividad y el total sometimiento de la hembra de cuerpo presente.
Luego él bajó y orinó contra el ligustro y Marcela también lo hizo en cuclillas junto al otro ligustro. Allí, afuera, se vistió y alisó el vestido. El tanga fue a parar a la cartera.
-          Vamos a pasar por la parrilla que viste en la 202, nena –anunció él.
-          Como quieras… -respondió ella, mirándose en el espejo de la solapa del parabrisas.
Apenas se notaba un poco más enrojecida la piel de las mejillas, como si el rubor hubiera subido a su rostro. El dolor sordo era el de su panza. Aquellos dos golpazos fueron inmisericordes.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Linares habló:
-          Sos muy buena en lo tuyo vos, Marcela… -dijo- No creo que sea la primera vez que te dan en la panza ¿no? –insinuó.
Ella recordó al juez, que también gozaba castigándola así. Claro que con el juez eran golpes facturados.
-          No te preocupes… yo también te voy a pagar –dijo Linares y ella se sorprendió.
-          ¿También? –indagó con ansiedad controlada.
-          Sí, claro, también. No es una práctica común… merece ser retribuida –aclaró él, aunque la miró con no poca sorna y una sonrisa que más semejaba una mueca amenazante que un gesto cordial.
En la parrilla, donde Linares demostró ser muy conocido por todo el personal, recuperaron fuerzas, bebieron café, ella vodka, él whisky. Marcela recuperó su maquillaje facial, el perfume… luego de lavarse muy cómodamente en el baño privado del dueño del establecimiento, generosamente abierto para “la novia del doctor Linares”, dijo el de la llave. Lamentó no haber llevado una bombacha “de repuesto” como lo hacía toda vez que salía de caza.
Igualmente, el sentirse sin nada debajo de la pollera le provocaba una comodidad placentera y algo así como estar sentada en una silla de asiento inclinado: lista para lanzarse.
Con la discreción de la burguesía, los miraron entrar a la casa y las señoras observaron con mucha atención cómo estaba ella y, luego de hacerlo, algo se dijeron unas a otras al oído. A esa hora de la tarde todavía no estaban los señores o no muchos, de modo que el brillo en la mirada de Marcela pasó desapercibido para los pocos que sí estaban allí, con la necesaria circunspección para estar dentro de la capilla ardiente.
Todavía sentía los dolores en la panza y en el cuello cabelludo por los golpes y tirones, pero sus caderas se balancearon como gozando todavía la brutal penetración de la que había sido objeto.
Miró el cajón y volvió a notar aquello que la sorprendió antes: el ahora muy subido color casi azul de los labios del cadáver, y la marca violácea en las ojeras y los rasgos inmóviles de su rostro. No era especialista en observar la muerte reflejada en cuerpos exánimes, pero aquel rasgo le pareció como excesivo.
Sin embargo, después de lo vivido en el coche hacía minutos, mirar el cadáver del juez le produjo algo muy cercano a la excitación sexual, como un bullir de líquidos calientes en su vientre recién recorrido. Las cosquillas del escurrimiento le advirtieron que debía ir al baño y solucionar el tema de una bombacha, así que con aparente tranquilidad, se retiró de la capilla ardiente buscando la puerta que daba al departamento adosado a la casa que ya conocía.
En el breve recorrido la detuvo Enrique, que salía del jardín de invierno.
-          ¿Dónde andabas Marce? –indagó.
-          Yo fui a comprar puchos… y vos ¿A dónde fueron? –retrucó ella.
-          La llevamos a Delfina a comer algo… desde ayer a la tarde que no probaba bocado… -precisó él, agregando: ¿Quién te llevó a comprar puchos?
-          Linares –respondió ella en el tono más neutro que pudo.
-          ¿Linares? –exclamó por lo bajo- ¿Lo conocías? –indagó con la suficiente perversión.
-          No… Pero me preguntó si era tu hermana… y bla bla… así que como no estabas, le pedí que me llevara a comprar puchenguis… -respondió Marcela bajando el tono.
Enrique se sonrió. Dejó correr la mentira de ella. Bien sabía que Linares había estado dos veces, como mínimo, en el departamento de Juncal.
-          ¿Fueron al centro de Buenos Aires a comprar los puchos? –dijo con no poca insidia.
Ella lo miro sin decir nada.
-          También fuimos a la parrilla del cruce… Como Delfina, yo también tenía hambre… -explicó, aunque el tono en que mencionó “hambre” abría un espacio para cualquier interpretación. Ella cortó esa posibilidad: Nene, necesito ir al baño… después la seguimos ¿sí? –dijo y siguió su marcha hasta desaparecer tras la puerta del departamento blanco.

Habían pasado apenas 2 horas o poco más desde que partiera con Linares. Marcela guardaba en su cartera 10 billetes de 100 pesos cada uno y dos paquetes de cigarrillos rubios de su marca. Él, Linares, la satisfacción de haber rescatado un hábito erótico que antes era exclusividad de su jefe… y se rió al pensar que “a rey muerto, rey puesto”.


lunes, 7 de abril de 2014

Embutidos locales

El amigo vienés nos atacó, a nosotras, mujeres, con lo de “la falta del pene”. Se olvidó ex profeso que nuestro clítoris es un pene a escala. En el BDSM existe la posición de “adoración del pene”. Con embutidos se hacen comidas exquisitas y picadas alentadoras. 

Los chistes masculinos pasan, casi todos, por el sexo de penetración y la fantasía de que nosotras nos morimos de ganas si “vemos” un excelente “miembro viril”. Hay religiones –no menos de cinco en el mundo y desde el arcano- que tienen al pene como eje… justamente. Y en Japón, como muestra la foto, se festeja el “Kamara Festival”, o sea el Festival de la Fertilidad en Kawasaji (ciudad, no arriba de una moto).

El falo marcó nuestra cultura tal vez por el misterio insondable que representa la vagina para cualquier hombre, y que fueron, por mayoría y no calidad, quienes redactaron la historia hasta la fecha.

Ahora bien, no podemos dudar ni negar que ante una buena pijota algo nos pasa por la cabeza… del útero… Y si bien no somos “visuales” como ellos, ver una muy buena nos dispara una cantidad de imágenes en las que nos vemos como co-protagonistas de semejante fauno dotado.

Aquí, entonces, publicaremos las tres fotografías que nos envió uno de nuestros mayores padrillos de la sala #sotano de Masmorra.com.ar. Me refiero al insuperable –por buena onda, inteligencia, creatividad y… ¡¡¡verga!!!- MorbosoCruel.


Que lo disfruten… (para verlas en su tamaño original, basta con que pinchen cualquiera de las fotos)




Gracias por visitarnos. Que estén bien.

Soledad FAB.

"L'Equip"

martes, 1 de abril de 2014

El ballet del látigo, el sabor de lo íntimo y la alucinación de la morfina...

El film de Maria Beautty además de ser excepcionalmente sensual y morboso, contempla casi todas las fantasías que tenemos las mujeres cuando soñamos con el BDSM sometidas por otra mujer. Hay delicadeza extrema en la violencia ídem. Plasticidad en la curva veloz del nueve colas y hasta un movimiento adorable cuando la vara busca impactar en las nalgas y muslos de una de las protagonistas. 
Las imágenes -como las anteriores- fueron extraídas del film de María.
Espero que lo disfruten como yo misma. 


Espero que lo hayan disfrutado. Que estén bien. Hasta luego

Soledad FAB.

"L'Equip"