Capítulo
XI
Sería mentira afirmar que nadie los vio salir, en el sentido de
observar su salida. La mayoría de las miradas siguieron los pasos de esa rubia
de líneas estilizadas y un vestido negro que parecía pintado sobre su piel; y
él, un hombre alto y de facciones agradables pero recias, caminando apenas
detrás de la joven, como protegiendo sus espaldas de esas mismas miradas.
Pisaban la grava en la rotonda frente a la escalinata de mármol
cuando Linares la habló:
-
¿En serio que no te acordabas de mí? –disparó.
Marcela
sintió una especie de estremecimiento, como si una aguja fina e invisible se
hubiese introducido en su bajo vientre hasta sacudir su útero.
-
Sí… digo, sí que me acordaba… Lo que no podía entender era qué
hacías justamente ahí… No sé… -dijo, sin
aminorar el paso.
-
No pude volver a visitarte pero no tenés una idea de cómo quería
hacerlo… -avanzó Linares.
-
Si no fuiste es porque no quisiste –respondió Marcela y se asombró
de sí misma por el tono que utilizó para ello: desde la reconvención amable hasta
los celos de las cocottes transitorias y juguetonas.
-
¡Cómo no iba a querer! –exclamó en voz baja y ronca y
alcanzándola, la tomó del brazo- Sos la pendeja más puta que conocí en mi vida…
sensacional… -.
Ella se soltó de un tirón.
-
No hagás papelones aquí –se exaspero.
Ya llegaron al coche. Linares abrió la puerta de ella, rodeó el
coche por el frente y ella se inclinó para abrirle la puerta. En silencio,
arrancó el motor y casi a paso de hombre, giraron alrededor de la rotonda y
enfilaron a la segunda salida de la mansión.
El laberinto de calles de esa zona de San Isidro hizo que la
velocidad a la que debían rodar, no coincidiera con los deseos de Linares, pero
al fin siguieron por Blanco Encalada, encontraron Uruguay, giró a la izquierda
y enfiló, decididamente, hacia el cruce con la ruta 202.
-
Me parece que te equivocaste… La estación de trenes queda
exactamente para el otro lado –acotó Marcela, haciéndose la incauta.
-
¿Vamos a comprar cigarrillos, verdad? –respondió él. Ella asintió-
Entonces vamos a comprar cigarrillos…
-
No veo muchos quioscos en la ruta, salvo las parrillas –se rió
ella.
-
A donde te llevo, podés pedir lo que quieras para fumar… -espetó
Linares.
-
O sea… que me estás secuestrando… -
-
No, vos querés también… - afirmó casi como si estuviera dando la
clave secreta de la caja fuerte del juzgado.
-
¿Eso te pareció? –se rió tratando de hacerlo menos personal.
-
Dame tu mano –pidió, casi ordenó él extendiendo la derecha suya
para alcanzar la delicada izquierda de ella.
-
¿Para qué querés mi mano…?-preguntó Marcela en la macchietta de la
inocencia no-personificada.
Él no le contestó con palabras. Llevó la mano de ella a su
entrepierna, donde ya se notaba un bulto muy inflado, con una dureza que
pretendía rasgar la fina tela del pantalón negro.
-
Aquí llevo tu mano, nena… -dijo, echándole una mirada y viendo que
ella entornaba los ojos al palpar aquella virilidad muy dispuesta- ¿Querías o
no querías…? –dejó la pregunta flotando en el aire que se desplazaba a casi 100 km/h con la cabina que
lo contenía.
-
Msi… quiero –respondió sin remilgos Marcela, haciendo más notables
e incidentes las caricias que su mano brindaba a la entrepierna del secretario.
-
Saludalo como sabés… -instó el.
Ella, como si de la que estaba segura y firme en la casa del juez,
se hubiera transformado en una dulce y sumisa paloma, no hizo otra cosa que
destrabar el cinturón de seguridad, inclinarse sobre el regazo de él, hurgar
con sus manos, bajarle la cremallera y contener en toda su importante extensión
aquella virilidad que parecía querer saltar y clavarse en su garganta.
-
No vamos a tener tiempo la puta madre – exclamó él, mientras ella
seguía muy aplicada a la faena.
El coche dio un giro de 180 grados a velocidad y Marcela hubo de
afirmarse contra la puerta de su lado para no caer debajo de la tronera. Al
desplazarse, el pene enrojecido del secretario quedó temblando cerca del aro
del volante…
-
¿Adonde vamos ahora? –preguntó Marcela, secándose la comisura de
sus labios con el dorso de su mano.
-
Aquí nomás… Para partirte de nuevo es ideal… -anticipó Linares sin
devolver su miembro al lugar de su encierro inicial.
De pronto, él hizo girar el coche de modo tal que a la fuerza
centrífuga de la curva se sumó la sensación de vacío por la empinada pendiente
de mejorado por el que rodaban hacia el nivel bajo de la ruta. Dos, tres,
cuatro o cinco giros más, como si se tratara de desorientar al pasajero novato
y como de la nada surgió una especie de tunel formado por las ramas
entrelazadas entre sí de los árboles que marcaban el borde de un camino interior,
de tierra.
Allí ingresó el coche con sus ansiosos pasajeros y unos metros más
allá de la entrada, Linares giró una vez más y el vehículo quedó como imbricado
entre ligustros altos.
Si no fuera porque estaba Linares, Marcela se hubiese muerto de
miedo allí. El lugar era no ya solitario, sino la soledad diseñada por árboles,
cercas y pastos altos, salvajes. Ni un sonido en el ambiente, ni pájaros ni
cigarras, ni algún ladrido lejano. Nada.
-
Sacate el vestido que no se te arrugue ni manche que volvemos
enseguida…-ordenó Linares, ya absoluto amo de esa situación, mientras él mismo
se quitaba el saco a los tirones y aflojaba el cinturón de su pantalón.
Marcela, con la exquisita lencería que habían comprado aquella
misma mañana, parecía una princesa secuestrada por un bandolero, exhibiendo sus
delgadas y largas piernas enfundadas en medias de finísimo Dyn color humo,
encajes y microtules en la escasísima tanga que apenas cubría los labios
formidables de su vulva, y la piel suave de sus tetas, sutilmente sostenidas
por el corpiño imperio que las exponía como en oferta permanente. A pesar de la
pretendida indiferencia y el gesto de estar allí como por obligación o velada
extorsión, sus pezones no mentían: estaban tan duros que podrían haber marcado
el vidrio de cualquiera de las ventanillas.
Linares, manteniendo su camisa y desnudo de la cintura para abajo,
blandía su importante erección como si fuera la batuta del director de
orquesta.
-
Vamos nena… chupala –ordenó, con una pierna flexionada sobre el
asiento de su butaca y la otra extendida hacia la parte de atrás.
Bastó
que acercara ella su boca al ya oloroso miembro para que una de las manos de
Linares la empujara rudamente de la nuca, clavándole, sin remedio, semejante
aparato de carne dura.
Ahogada,
tosiendo sin sonido por la sordina que producía semejante tapón, Marcela
cumplió con el pedido ordenado. Pronto se olvidó de que estaba a bordo de un
coche y actuó con la maestría que la hacían famosa, aún desde pequeñita cuando
por primera vez comenzó a saborear el novedoso gusto de los penes y sus restos
portantes, haciendo con ello felices a muchos, muchísimos hombres.
-
¡Vamos, vamos, vamos! –gruñó Linares al tiempo que una de sus
manos descargaba cortas pero firmes bofetadas en la mejilla de Marcela.
El
sonido húmedo y burbujeante, como el de un sorbete, del sexo bucal rebotaba en
los cristales de las ventanillas y se unía a la agitada respiración del hombre
que parecía, de a ratos gemir, de a ratos gruñir. Ambas manos descendieron
hasta las agujas de carne de ella para apretarlas con inclemencia, crueldad
sería para otra mujer. Pero para Marcela, aquel dolor doble era el impulso
sucesivo de las oleadas de calentura que borboteaban en su vientre, estrujando
rítmicamente su útero.
-
¡ Basta, que me vas a hacer acabar!! –gritó Linares, apartándola
con no poca rudeza.- Vamos atrás… -ordenó al tiempo que él mismo pasaba por
entre las butacas.
La ayudo a sortear el
obstáculo y sin demasiados miramientos, la ordenó arrodillarse en el asiento
trasero.
-
Mirá por la luneta –le indicó, empujándola apurando la ubicación.
-
Ponete forro –atinó a decir ella y fue como si hubiese destapado
una olla a presión repleta de azufre.
-
¿ Qué decís, puta de mierda ? -gritó Linares, descargando su puño
en la panza de ella mientras la sostenía aferrada de un mechón de pelo. Marcela
emblanqueció como si la hubieran sumergido en nitrógeno líquido y su rostro
pasó de la blancura al morado por la falta de aire.
-
¿ Qué fue lo que me dijiste, reventada hija de puta? –y por
segunda vez, el puño hiriente se hundió en las carnes de la panza de Marcela
que, a esa altura, sintió que se desmayaba.
No le fue posible: sosteniéndola todavía de ese mechón de pelo
rubio, lacio y suave, Linares le abofeteó la cara con tal rapidez que por
momentos los dedos extendidos de la mano castigadora parecían las alas de un
colibrí.
-
¡Arrodillate en el asiento, la puta que te parió! ¡Y mirá por la
luneta, puta! –gritó en un estado que, aún dentro de su mareo y obnubilación, a
Marcela le sonó como la expansión audible de un loco.
Ya en la posición ordenada, Marcela sintió los tirones lacerantes
del cinturón de su tanga, bajada a los manotones por Linares quien, apoyado
entre las dos butacas, sostenía su henchido miembro apuntando la blanca
curvatura de aquellas nalgas cotizadas.
De inmediato, casi, la fuerza de un émbolo automático, le arrancó
el grito de dolor que sucedió a la penetración anal que, sin ningún tipo de
prevención y lubricidad, acometió Linares.
A los embates de su pelvis, sumó él las palmadas fortísimas que
descargaba, rítmicamente, sobre aquel culo firme y deseable. Por momentos, la
sacaba por completo de aquel caliente estuche y la introducía con idéntica
vehemencia y desprecio, en la vagina latiente de ella.
Con lágrimas que tapaban su visión y rodaban como catarata por sus
mejillas, Marcela, muy a pesar suyo, sentía la excitación de ser utilizada por
una bestia, sí, pero un amo como también lo había sido el muerto que velaban en
la mansión, calles atrás.
-
Gozá puta de mierda… que te voy a llenar hasta que te salga leche
por los poros –susurraba Linares, al tiempo que agarrándola firmemente del
pelo, empujaba la cabeza de la bella contra el suave respaldo del asiento. –
Gozá turra… esto es lo que te gusta… lo sé bien… -agregó y lo hizo durante todo
el tiempo que demoró en llegar, él mismo, a la explosión de sus gónadas.
Cuando esto último sucedió, hacía rato que Marcela chorreaba su
propio flujo de calentura y éxtasis. Los golpes de leche que su vagina percibió
fueron más de 7 y así, también, el volumen de esa descarga caliente que la
llevó a una segunda conmoción de su vientre, zaherido por la paradoja de la
humillación, el dolor y el placer girando en su mente y atenazando su cuerpo.
-
¡Limpiala! –escuchó la orden de Linares.
Marcela gozaba a solas de ese estadio único del goce que deviene
modorra súbita y controlada.
Experta, su lengua y su boca tragaron todo lo que no debía estar
en la superficie y pliegues de aquel miembro viril que todavía latía,
enrojecido, brillando por los restos de semen y flujo que lo cubrían.
-
En la guantera tenés toallitas húmedas… limpiate… -dijo luego
Linares, aunque en un tono calmo y amable que hacía sospechar del padecimiento
de una esquizofrenia gravis por parte del secretario- En el fondo también tenés
papel higiénico… ¡Te di una tonelada de leche! –se rió, como recordando al que
momentos antes destruía sin medir consecuencias.
No era tan exagerado. Había sido abundantísima aquella descarga
urgida por la situación, el tiempo, la furtividad y el total sometimiento de la
hembra de cuerpo presente.
Luego él bajó y orinó contra el ligustro y Marcela también lo hizo
en cuclillas junto al otro ligustro. Allí, afuera, se vistió y alisó el
vestido. El tanga fue a parar a la cartera.
-
Vamos a pasar por la parrilla que viste en la 202, nena –anunció él.
-
Como quieras… -respondió ella, mirándose en el espejo de la solapa
del parabrisas.
Apenas se notaba un poco más enrojecida la piel de las mejillas,
como si el rubor hubiera subido a su rostro. El dolor sordo era el de su panza.
Aquellos dos golpazos fueron inmisericordes.
Como si
hubiera leído sus pensamientos, Linares habló:
-
Sos muy buena en lo tuyo vos, Marcela… -dijo- No creo que sea la
primera vez que te dan en la panza ¿no? –insinuó.
Ella recordó al juez, que también gozaba castigándola así. Claro
que con el juez eran golpes facturados.
-
No te preocupes… yo también te voy a pagar –dijo Linares y ella se
sorprendió.
-
¿También? –indagó con ansiedad controlada.
-
Sí, claro, también. No es una práctica común… merece ser
retribuida –aclaró él, aunque la miró con no poca sorna y una sonrisa que más
semejaba una mueca amenazante que un gesto cordial.
En la parrilla, donde Linares demostró ser muy conocido por todo
el personal, recuperaron fuerzas, bebieron café, ella vodka, él whisky. Marcela
recuperó su maquillaje facial, el perfume… luego de lavarse muy cómodamente en
el baño privado del dueño del establecimiento, generosamente abierto para “la
novia del doctor Linares”, dijo el de la llave. Lamentó no haber llevado una
bombacha “de repuesto” como lo hacía toda vez que salía de caza.
Igualmente, el sentirse sin nada debajo de la pollera le provocaba
una comodidad placentera y algo así como estar sentada en una silla de asiento
inclinado: lista para lanzarse.
Con la discreción de la burguesía, los miraron entrar a la casa y
las señoras observaron con mucha atención cómo estaba ella y, luego de hacerlo,
algo se dijeron unas a otras al oído. A esa hora de la tarde todavía no estaban
los señores o no muchos, de modo que el brillo en la mirada de Marcela pasó desapercibido
para los pocos que sí estaban allí, con la necesaria circunspección para estar
dentro de la capilla ardiente.
Todavía sentía los dolores en la panza y en el cuello cabelludo
por los golpes y tirones, pero sus caderas se balancearon como gozando todavía
la brutal penetración de la que había sido objeto.
Miró el cajón y volvió a notar aquello que la sorprendió antes: el
ahora muy subido color casi azul de los labios del cadáver, y la marca violácea
en las ojeras y los rasgos inmóviles de su rostro. No era especialista en
observar la muerte reflejada en cuerpos exánimes, pero aquel rasgo le pareció
como excesivo.
Sin embargo, después de lo vivido en el coche hacía minutos, mirar
el cadáver del juez le produjo algo muy cercano a la excitación sexual, como un
bullir de líquidos calientes en su vientre recién recorrido. Las cosquillas del
escurrimiento le advirtieron que debía ir al baño y solucionar el tema de una
bombacha, así que con aparente tranquilidad, se retiró de la capilla ardiente
buscando la puerta que daba al departamento adosado a la casa que ya conocía.
En el breve recorrido la detuvo
Enrique, que salía del jardín de invierno.
-
¿Dónde andabas Marce? –indagó.
-
Yo fui a comprar puchos… y vos ¿A dónde fueron? –retrucó ella.
-
La llevamos a Delfina a comer algo… desde ayer a la tarde que no
probaba bocado… -precisó él, agregando: ¿Quién te llevó a comprar puchos?
-
Linares –respondió ella en el tono más neutro que pudo.
-
¿Linares? –exclamó por lo bajo- ¿Lo conocías? –indagó con la
suficiente perversión.
-
No… Pero me preguntó si era tu hermana… y bla bla… así que como no
estabas, le pedí que me llevara a comprar puchenguis… -respondió Marcela
bajando el tono.
Enrique se sonrió. Dejó correr la mentira de ella. Bien sabía que
Linares había estado dos veces, como mínimo, en el departamento de Juncal.
-
¿Fueron al centro de Buenos Aires a comprar los puchos? –dijo con
no poca insidia.
Ella lo miro sin decir nada.
-
También fuimos a la parrilla del cruce… Como Delfina, yo también
tenía hambre… -explicó, aunque el tono en que mencionó “hambre” abría un
espacio para cualquier interpretación. Ella cortó esa posibilidad: Nene,
necesito ir al baño… después la seguimos ¿sí? –dijo y siguió su marcha hasta
desaparecer tras la puerta del departamento blanco.
Habían pasado apenas 2 horas o poco más desde que partiera con
Linares. Marcela guardaba en su cartera 10 billetes de 100 pesos cada uno y dos
paquetes de cigarrillos rubios de su marca. Él, Linares, la satisfacción de
haber rescatado un hábito erótico que antes era exclusividad de su jefe… y se
rió al pensar que “a rey muerto, rey puesto”.